ANA LÓDOLO DE COIZ, luego DE BIGOT.

ANA LÓDOLO DE COIZ, luego DE BIGOT.
ANA LODOLO DE COIZ, un símbolo de la imigración friulana, llegada a la Colonia 3 de Febrero en 1879

domingo, 2 de mayo de 2010

REVISTA "IL BARBACIAN" DE SPILIMBERGO, FRIULI, ITALIA

En cuanto a la nacionalidad de los inmigrantes que llegaron a estas tierras del Distrito Sauce, es realmente interesante transcribir un artículo publicado en la Revista “Il Barbacian”, editada en el periódico "Pro Spilimbergo", en la homónima ciudad de Italia, en diciembre de 1986 (Nº2 del Año XXIII), escrito por Don Angelo Filipuzzi, tras su visita a la localidad de San Benito a fines del año 1985:
" IL KAISER CECCO BEPPE FRA I FRIULANI D´ARGENTINA
(El Káiser Francisco José entre los friulanos de Argentina).
... A principio de noviembre del pasado año me encontraba en Buenos Aires invitado de la Federación de Asociaciones Friulanas de Argentina, con la finalidad de asumir la función de moderador en la Sesión Cultural de la 13ª Convención Interamericana de aquella Federación, que se haría a fin de mes en Mar del Plata.
Fiel a mi costumbre, seguida siempre en circunstancias análogas, me había trasladado a América algunas semanas antes del comienzo del Congreso para poder completar una ronda de encuentros culturales entre los comités del "Soladicio Dantesco"; existentes en aquella república sudamericana.
El profesor Bruno Londero, mi colega y en aquel momento Consejero Cultural de nuestra embajada y Director del Instituto de Cultura Italiana de la capital, había diagramado el calendario de la gira para que fuera aprovechado de la mejor manera durante el tiempo que tenía a disposición.
Por esta razón me trasladé, para mantener conferencias sobre argumentos de la actualidad cultural de nuestro pueblo, acordadas previamente con el Profesor Londero, fuera de Buenos Aires y de su zona periférica: en San Martín, La Plata, Olavarría, Córdoba, La Falda, La Rioja, Mendoza, Rosario, Santa Fe y, finalmente, en Paraná, donde también me fue confiada la responsabilidad de cerrar con un discurso de circunstancia la Semana de Manifestación Económica y Cultural Italiana, desarrollada bajo el patrocinio de nuestra autoridad diplomática y consular.
Un nutrido grupo de emigrantes friulanos con los que tuve la oportunidad de entretenerme la tarde del 23 de noviembre, después del elogiable banquete de clausura servido en el amplio salón del principal restaurante de la ciudad, se me invitó a visitar la nueva sede Fogolar, construida en la zona periférica, inaugurada recientemente, para sostener, si fuera posible, una conferencia sobre una argumentación específicamente friulana.
Todavía tenía un poco de tiempo a disposición y por esta razón fijamos la visita para el domingo siguiente a la mañana temprano, antes del acostumbrado encuentro de convivencia de los socios y sus familiares, a los que les hice la propuesta de ilustrar con diapositivas que disponía en aquel momento sobre las numerosas escuelas construidas en el transcurso de las dos últimas décadas en la Provincia de Pordenone.
Como sucede siempre durante y después de realizar un almuerzo social, coincidimos con nuestros emigrantes sobre el pasado de nuestro pueblo natal, generalmente sobre los pasados años de la infancia, que jamás regresaron, argumentos casi únicos de la conversación que vertíamos sobre hábitos, usanzas, las condiciones económicas y las costumbres de la patria abandonada y de aquella completamente reagrupada que encontramos en un pueblo tan lejano.
En aquella conversación me contaron que todos los interlocutores eran descendientes de abuelos emigrantes en Argentina, en gran parte luego del gran conflicto mundial de San Daniel: de Buia, de Osoppo y de otras aldeas entre Gemona y Tricésimo, entre las dulces y alegres pendientes, entre las pequeñas alturas degradadas sobre la ribera izquierda del Tagliamento.
- "Si, si es verdad, aquí en América somos, a la vez, casi todos descendientes, como lo son ustedes en el Friuli" -, me dijo, interrumpiendo mi observación, el Presidente del Fogolar, cuyo padre había llegado de allá, natural de Buia. Después añadió: "En la ciudad de Paraná, que es muy grande, la continuidad del origen no siempre es advertida y compartida; pero algunas pequeñas aldeas esparcidas acá en la provincia están habitadas casi exclusivamente por descendientes de inmigrantes llegados aquí de un único pueblo del Friuli". Yo escuchaba con gran interés y no esperaba encontrarme con un caso así. El Sr. Daniel De Monte (así se llamaba mi principal interlocutor) intuyendo mi deseo, añadió inmediatamente, sin atender posteriores demandas: "El pueblo de San Benito, pequeño, a 15 km. de esta ciudad, está habitado, salvo excepciones, por descendientes de inmigrantes arribados a América entre el año 1878 y fines de siglo de Cormons, de Romans D´Isonzo y de otras aldeas del Friuli que estaban en aquel tiempo bajo la dominación austríaca”.
Tras aquella observación en mi cara se debe haber expresado una curiosidad tan intensa y evidente para que indujera al pequeño grupo de amigos que estaban conmigo a que añadieron a coro, con un ingenuo griterío, esta precisión: - "Así es, conservan todavía entre ellos, en su casa, el retrato del Cecco Beppe que el abuelo trajo consigo entre los trastos de la desvencijada valija de pobre emigrante" -.
La noticia provocó en mí un fuerte deseo de preguntar, sin ningún reparo, si podían hacerme el favor de permitirme constatar personalmente lo que contaban, mucho más porque la jornada estival muy larga permitía, sin demasiadas molestias, satisfacer mi deseo. Una docena de comensales que habían participado de la conversación se levantaron de prisa y con sincera espontaneidad nos dirigimos rápidamente en cuatro automóviles hacia la anhelada aldea situada al oriente de Paraná, capital de la homónima provincia (Departamento), ubicada sobre la ribera del mismo nombre. La provincia se denomina también Mesopotamia o como se dice allí en el idioma español: "Entre Rios", estando limitada al este por un ancho río: el Uruguay.
La aldea tenía entonces una población de cerca de cinco mil almas. Sus casas estaban desparramadas sin ningún orden en la campaña, una distante de la otra unos cien metros, a veces también un kilómetro, así que se extendían sobre una superficie muy grande, una gran planicie como en todas partes en la Argentina, atravesada por caminos de tierra removida de color amarillento, como los sectores trabajados del campo, marcadas por visibles surcos trazados por las ruedas de las máquinas agrícolas y de pocos automóviles, polvorientos con el buen tiempo y difícilmente transitables en tiempo lluvioso. Un poco raros eran los árboles esparcidos sobre la orilla de los zanjones a ambos costados de los caminos. La inmensidad y la uniformidad del paisaje estaba cortada únicamente por las casas de los agricultores, consistentes en una sola planta y, por lo demás, similares en la distribución de los patios, como nuestras casas coloniales protegidas por elegantes eucaliptos y por pocos manchones de árboles de diverso tipo a notable distancia unos de otros, destinados evidentemente a ofrecer un poco de refresco a quiénes transcurren jornadas interminables en las estaciones más cálidas mientras intentan el laboreo de la tierra, que allí son todavía muy fatigosas casi como lo eran aquí en el pasado lejano, porque la motorización era muy pobre, poca y envejecida, a veces primitiva.
El centro de la aldea provocaba un sentimiento de soledad, casi de desolación para un visitante llegado de Europa. Una gran plaza con piso de tierra suelta, en el medio, en un estilo que parecía ser una de aquellas nuestras iglesias del pueblo friulano, pero con ladrillos de barro cocido sin revoque, denunciaban, como aquellos del campanario y de la antigua casa parroquial, un estado de miseria y de abandono común a todas las otras construcciones circundantes. Sobre una esquina, “Il Cjanton di Bepo” (La esquina de don José Gasparín), que el día domingo estaba animada por las alborotadas voces de hombres con los rostros y sus mejillas bronceadas por el sol y enrojecidas por el viento, intentando jugar a "La Morra" los más jóvenes y, a las cartas, en una habitación interna y casi en penumbras o en el patio circundante o a la sombra de los árboles los más ancianos. La escena hacía pensar rápidamente en la idéntica situación, muy común en las tardes de los domingos estivales en las aldeas de la campaña del Friuli oriental de hace algún tiempo. Era casi como si viéramos que habíamos retrocedido hacia atrás algunos años. Los mismos sombreros en las cabezas, los mismos labios azulados a causa del vino o de la cerveza bebida en abundancia, las mismas camisas blancas con las mangas arremangadas, los mismos chalecos abotonados, las mismas frases, las mismas palabras, los mismos gritos, las mismas blasfemias.
Sobre un costado de la plaza, un poco distante, un negocio de alimentos, de herramientas, de instrumentos para la casa y de artículos de “bijouterie”. Más allá una oficina postal y, más allá aún, la insignia de un viejo cine con la entrada ahora clausurada. La soledad de la plaza estaba interrumpida por la comitiva que me había acompañado desde Paraná, por algún raro paseante en bicicleta y por un grupo de niños que corrían gritando tras un balón.
Los primeros habitantes de este pueblo, constructores de la iglesia, de la casa parroquial y de las casas en torno a la plaza habían llegados todos del Friuli, del otro lado del Río Judrio, más precisamente de Cormons y de Romans. Los pioneros habían muerto, como también sus hijos, pero sus nietos y sus bisnietos conservaban casi intactas las costumbres, el lenguaje, los hábitos y las pasiones del padre y del abuelo.
En cuanto a mí, apenas llegado allí me recordé al Friuli de tantos años antes; era como si el tiempo se hubiera detenido..."Aún el emperador Francisco José estaba presente en San Benito" y yo me trasladaba hacia mi héroe en la tarde de aquel bello domingo de noviembre, propiamente hacia él. Y mis amigos, con el propósito de cumplir la promesa, me condujeron rápidamente a la hostería de la plaza donde alguien allí pudiera indicarnos con certeza la casa de la familia que conservaba el preciado tesoro.
Pedro, el huésped que indagamos, de dos metros de alto, él también en mangas de camisa y con el chaleco negro desabotonado, nos mandó primeramente al párroco por la ubicación exacta de la familia en cuya casa en verdad se conservaba el singular objeto de mi búsqueda, pero, constatada su ausencia, nos sugirió trasladarnos al médico para que nos guíe, al que encontramos en su casa y quién agradablemente atendió mi curiosidad y fue pródigo en darnos la dirección exacta.
Con el prudente propósito de evitar un alarmismo innecesario, que habría podido perturbar la serena y tranquila vida dominical de la familia visitada, siempre en la infinita soledad del campo, propuse a mis amigos concretar la visita con un grupo más reducido.
Por esta razón me acompañaron en la búsqueda del Káiser los cuatro más expertos del pueblo y que además, decían, se contaban entre las familias con mayor conocimiento. A la espera del resultado de nuestra expedición, entre la comitiva me sumé a la conversación de Pedro, quién con acento varonil, en un “furlano” con aroma a arcaico, hablaba con uno y con otro aventurado de la posada.
A decir verdad, yo no había confesado a mis acompañantes el recóndito deseo de retornar a la noche a Paraná sin tener la satisfacción de haber constatado la efectiva existencia del retrato de Francisco José entre una familia de agricultores de San Benito, más aún con la alegría de llevarme el cuadro a costo de cualquier sacrificio económico. Ellos, sin embargo, todavía no lo habían intuido por ignorar la verdadera razón de mi profundo deseo. Aquellos buenos paisanos no sabían que mi aspiración hubiera sido mil veces satisfecha durante los muchos años de mis pasajes por Viena, donde el objeto tan considerado estaba a la mano donde quiera a buen precio en los muchos negocios de cuadros antiguos y modernos.
En la sencillez de ellos no habrían comprendido el valor atribuido por mi a la posibilidad de mostrar a mis huéspedes en Italia un retrato del viejo Emperador comprado en la lejana Argentina en vez de hacerlo en la Austria tan cercana.
La primera visita resultó infructuosa. Debimos contentarnos con mirar el retrato del viejo monarca de ropa civil, con larga barba, colocado en el medio de la pared más amplia de la sala principal de la casa y escuchar el razonamiento de la familia que nos hospedaba acerca de su legado: Había sido adquirido por el abuelo en Gorizia y lo había traído consigo a América en el lejano 1906. De él pasó al hijo y de él al nieto que ahora lo sentía como suyo, mucho más cuando su abuelo había retornado a Europa desde Argentina cuando el Káiser Cecco Beppe lo había llamado a combatir contra los serbios en el año ´14 y, muerto luego en el frente, su hijo colocó en el vértice del retrato la cruz de honor que el Emperador le había conferido a su leal súbdito por el valor con que lo había servido en armas.
La segunda visita fue un verdadero error propiamente y, para mi, causa de una profunda desilusión. En medio del corral de la casa colonial a la que llegamos un poco más tarde, estaban a la sombra de unos viejos plátanos una familia completa: la bisabuela de más de ochenta años, que escondía su cabello blanco debajo del tradicional pañuelo negro anudado tras la nuca, intentando confeccionar con lana un par de escarpines, como son llamados también en el Friuli, cerca de ella un hombre que leía un diario y un poco más distante tres niños asistidos por su joven madre preparando las tareas escolares, sentados sobre un rudimentario banco junto a una mesa de gruesa madera.
A nuestra llegada los miembros de las cuatro generaciones interrumpieron las tareas que estaban haciendo y alzaron su vista sorprendidos por los insólitos visitantes. Solamente el hombre con el diario, que debía ser el abuelo de los niños, se levantó los anteojos y se dirigió a nuestro encuentro para saludar a la comitiva con la efusión de un sentimiento derivado del remoto conocimiento.
Pero después de mi presentación y de la explicación sobre la razón de mi visita, se puso de pie con un gesto casi violento la anciana que había escuchado la primer parte de nuestro diálogo, con una sorprendente atención, ciertamente más allá de la común curiosidad femenina. Enseguida, interrumpiendo con enérgica decisión, lo invitó al hijo a que nos conduzca para ingresar a la habitación en la planta baja de la casa en la cual se encontraba el objeto que motivó nuestra llegada y manifestó: -" Llévalos para que lo vean , pero más vale que ninguno lo toque porque es un recuerdo que mi pobre marido y yo hemos traído con nosotros cuando vinimos a trabajar a América"-. Concluido ese desahogo, continuó tejiendo los escarpines sin poner más cuidado a nuestra presencia.
Los únicos objetos colgados de las paredes de la gran cocina eran: en una parte, al medio, el retrato de Francisco José de 18 años, con la ropa con los colores nacionales austríacos. Pantalones rojos, chaqueta blanca, cabeza descubierta, que rápidamente me hizo pensar en el gran cuadro al óleo que la guía indica con una particular y gran admiración en Schönbrunn a los turistas en la sala del castillo, y en la pared de enfrente un crucifijo de madera con iguales medidas que el retrato.
Al momento de la despedida, la anciana, como si hubiera querido mitigar la dureza de su primer intervención, apretándome la mano con cierto calor, añadió: -" mi marido tenía 24 años y yo 20 cuando en 1910 partimos de Cormons; habíamos comprado hacía poco el retrato que usted ha visto y lo trajimos con nosotros junto con el crucifijo que nos regalara mi madre. Usted entiende muy bien que ni yo ni mi hijo queremos deshacernos de nuestro caro recuerdo."-
Con más feliz suceso concluyó la tercer visita. esta vez se trataba de una gran fotografía a color, Francisco José, rodeado de toda su familia, flanqueado por su hijo Francisco Ferdinando, la víctima de Sarajevo, estaba sentado con el uniforme con condecoraciones, con la bandera color blanco y rojo y parecía que miraba con los ojos pensativos hacia delante suyo el trágico destino que en el futuro no lejano le estaba reservado a su dinastía. El propietario: Francisco Pauloni, impresionado por los auténticos dólares que le había ofrecido a su oído de parte mía uno de mis acompañantes, dejó disminuir el sentimiento de afecto hacia el recuerdo del abuelo que custodiaba y, animado por mis amigos, en adelante quebró la débil cuerda de sus sentimientos y me lo vendió: -" Ahora él está muerto y después de su muerte también le seguiremos nosotros"- me dijo, mientras envolvía el retrato en dos hojas de un viejo diario.
Desde entonces Francisco José, rodeado por unos quince miembros de su familia, no estará más en San Benito, sino que estará colgado en una pared de mi casa friulana, no con el triste destino de su estirpe, sino con él, a ambos lados, el retrato de Raditzky y del Príncipe de Schwarzenberg, quién parece le dijera al viejo canciller de Metternich que está frente suyo, en otra pared: -"Nuestra institución intempestivamente, escrupulosamente y honradamente aplicada, objeto de diligente y cuidadosa búsqueda por parte de los estudiosos de todos los pueblos conservará la grata memoria de nosotros aún cuando haya concluido para siempre nuestro viaje terreno. Con nuestra tolerancia, confrontable con las más diversas creencias religiosas, con el respeto hacia las otras lenguas, culturas y nacionalidades, hemos creado un estado supranacional que ciertamente servirá de ejemplo a las futuras generaciones" -.
Sobre éste y otros motivos válidos estaba fundado el sincero apego a la monarquía de los abuelos y de los actuales habitantes de San Benito, que habían sabido llevar consigo al partir de su pueblo natal en busca de trabajo y fortuna en la lejana América, entre sus pocas y pobres pertenencias, un retrato del rey soberano y de su familia, cual testimonio de singular y más profundo apego a una dinastía que, en el curso de tantos años, había sabido crear signos de estima y también de afectos entre sus súbditos.
Este episodio le da ahora un giro, aunque no fuera necesario, contrariamente a cuánto afirmaron algunos historiadores de la edad romántica del resurgimiento, el apego profundo y sincero también de la población friulana, además de la triestina e istriana hacia la antigua dinastía y que la razón de este apego no es para indagarla solamente en el hecho que los señores feudales y altos clérigos habían tenido tantos años tras la Alemania.
Esta estaba fundada sobre la tradición de las instituciones, sobre su puntual observancia de parte de todo individuo independientemente del grado y clase social, sobre los considerables reportes del Estado hacia los ciudadanos, sobre el orden respetado dondequiera y sobre la prosperidad moral y material exteriorizada por toda la población.
Por esta razón parece legítima la fundación creada en los últimos tiempos no solo en Trieste, sino también en Gorizia, Cormons, y en otras partes, de asociaciones de Amigos de Ausburgo, lo que festejamos hoy en el aniversario del viejo emperador, cuya bandera simboliza la antigua monarquía mittel-europea.
ANGELO FILIPUZZI".

No hay comentarios:

Publicar un comentario