No por ser
el primer cura que se estableció en la Colonia “3 de Febrero” para fundar lo
que se llamó por su nombre: Pueblo San Benito, merece unos párrafos especiales
este italiano ignoto, cuyo paso fue fugaz por el Obispado de Paraná (1887 -
1891), cumpliendo funciones en el Hospital de la Caridad y en la Vice
Capellanía de San Benito Abad. Sus datos de filiación son muy escasos y algunos
de ellos son contradictorios. En efecto,
del cura Benito Garavaso hay desde comentarios que lo elevan hasta hechos que
lo vinculan a irregulares operaciones con inmuebles y con el Banco Provincial,
de quién había obtenido una Hipoteca.
Ya se ha
narrado su gran actividad pastoral y educativa, su dirección en la construcción
de la capilla, su relación con las autoridades provinciales a quiénes les
propuso en su momento traer alrededor de 7.000 nuevos inmigrantes, el subsidio
obtenido en 1889, etc. Sin embargo hay otras aristas que merecen desatacarlo,
ya que su inserción en la comunidad fue muy fuerte, pero sin dejar mayores
detalles se alejó sin dejar rastros luego de casi cuatro años de actividad
pastoral.
Sin embargo,
rastreando entre viejos periódicos de la época, en el periódico “El Látigo” de
Paraná, el 3 de junio de 1893 aparece este grato comentario:
“EL PADRE BENEDICTO. Víctor Hugo ha
presentado en su novela “Los Miserables” un tipo magnífico: el del obispo
Bienvenido Myriel, sacerdote sin tacha, pastor sublime, corazón inmaculado...
Después de retratarle, dice que no responde que el retrato sea verosímil, y que
se limita a manifestar que es enteramente parecido.
Con estas palabras hace sospechar el gran
poeta que su pintura no tiene original, que es hija de la fantasía, y que los
hombres como el obispo Myriel son tipos ideales tan inverosímiles como
asombrosos.
Sin embargo, el tipo presentado por Víctor
Hugo existe. Hubiérase sorprendido el autor de “Los Miserables” al hallar
encarnados en la figura real de un sacerdote italiano todas las virtudes que
acumuló su rica imaginación en un personaje de novela.
El sacerdote a que me refiero y a quién solo llamaré el padre
Benedicto, porque no estoy autorizado para revelar todo su nombre, era humilde
párroco de una villa de Italia y pertenecía a una noble y poderosa familia.
Desdeñando los halagos de la fortuna y
sintiendo la más completa indiferencia por las debilidades humanas que se
llaman lujo, riqueza y vanidad, dedicó su hermoso talento a la contemplación de
las maravillas de la naturaleza, su pensamiento a Dios, su inteligencia a la
religión del crucificado y sus bienes y su voluntad a los menesterosos.
El obispo Bienvenido Myriel tenía una larga
lista de gastos; destinaba mensualmente varias cantidades para las misiones,
para mejorar las cárceles, para las sociedades caritativas, para el alivio y
rescate de los prisioneros, para los enfermos del hospital y para otras obras
no menos benéficas. La lista de gastos del Padre Benedicto era mucho más corta:
reducíase a este solo renglón: “Todo para los Pobres”.
Los recursos particulares que disponía, por
cuantiosos que fueran, no bastaban para satisfacer sus “obligaciones”, porque
para él obligación era socorrer al necesitado, consolar al triste y auxiliar al
indigente con las palabras y las obras. Jamás hablaba a los ricos sin procurar
que el diesen algo para los pobres, jamás hablaba a los pobres sin dejarles un
recuerdo efectivo de su inagotable bondad.
Según él, los consejos para el alma eran
poca cosa cuando no les acompañaba el pan para el cuerpo. Así lo practicaba:
exhortaba con la voz y socorría con las manos.
Valiéndose de la persuasión y del ejemplo,
entraba en todas partes, lo mismo en la morada del poderosa que en la choza del
proletario. A unos y otros dejaba consuelos. Y de unos y otros obtenía las
bendiciones más fervientes... Cuántos le conocían saludábanle con respeto y
amor y le franqueaban las puertas de sus hogares como se abren las flores a los
rayos del sol y le abrían sus corazones como se abre el alma a la luz de la
esperanza.
Se deleitaba enseñando a los niños las
bellezas de la doctrina y las prácticas del evangelio, todo cuánto puede ser
fructífero y provechoso en los cerebros infantiles: más antes de enseñarles los
atraía con dádivas; apelaba al interés para inculcarles la virtud y se valía de
una pequeñez para darles un tesoro.
Era ambicioso, con la ambición más digna y
noble: ansiaba tenerlo todo para repartirlo entre los desheredados de la
fortuna. Pedía incesantemente a los que estaban en situación de dar algo, para
poder dar algo a los que menos tenían. Los pobres adivinaban su presencia: por
donde quiera que iba él, iban ellos. Dondequiera que había pan allí estaba el
sacerdote para comprarlo y repartirlo. Jamás pudo conservar en su poder ni una
moneda; con una mano recibía el dinero y
con la otra lo daba.. Era incorregible, según decían muchos de sus amigos, era
un Dios, según afirmaban los indigentes.
Cierto día, en lo más crudo del invierno, se
encontró a un pobre, casi desnudo, sin un pedazo de lienzo que amparara del
frío sus demacradas carnes. El Padre Benedicto echose mano al bolsillo, más
este, como de costumbre, no tenía nada. ¿Qué hacer ?... el Padre Benedicto
quitose rápidamente la sotana y la chaqueta y cubrió con ella al infeliz
harapiento. Enseguida huyó como si acabara de cometer un crimen.
De estos lances está llena su memorable
historia en Italia; cada uno de sus pasos era un acto benéfico; cada una de sus
acciones era una obra de misericordia. En él rebosaba de continuo el
sentimiento de la caridad.
Entre los hechos de su vida hay uno que
basta para juzgarle. Sus méritos le habían elevado ala dignidad de cura rector.
En la Capital de Italia abundaban los pobres más que en la parroquia, y el
padre Benedicto no podía socorrer a todos. Entonces concibió la idea de ir a
Roma, cual nuevo peregrino, en busca de recursos para los menesterosos.
Solicitó y obtuvo el permiso, llegó a la corte y se presentó a uno de sus más
cercanos parientes, que a la sazón ocupaba un alto puesto en el Gobierno; le
expuso el objeto de su viaje, y en el acto recibió de manos de su deudo un
cuantioso donativo suficiente para llenar el fin deseado. Ya satisfecho,
dedicose el padre Benedicto a recorrer los templos y hospitales de la ciudad,
solo con el propósito de ver algo. Pero ¿a dónde iría el bienhechor que no
hallara una necesidad que socorrer?
Aquí también los pobres adivinaban su
presencia; aquí también la bolsa siempre abierta del generoso sacerdote prodigó
auxilios a los desgraciados.. Y el padre Benedicto, después de una feliz
expedición a los barrios más humildes de Roma volvió a la casa de su pariente
con el alma henchida de gozo, porque el día “no se había empleado muy mal”.
Más, !oh contrariedad imprevista!, el
cuantioso socorro había desaparecido invisiblemente: de la bolsa del cura
acababa de pasar a los pobres. El padre Benedicto jamás contaba lo que tenía ni
lo que daba: estuvo dando hasta el
último maravelí. ¿Qué dirían los pobres de su pueblo? ¿cómo volver con sus
manos vacías?
Entonces comenzó a padecer el noble
filántropo las consecuencias de su generosidad. ¿Cómo descubrir su “despilfarro
incalificable”? ¿Cómo obtener otra vez la suma “derrochada” de un modo tan
imprevisto? No podía decir que había perdido el dinero porque sus labios nunca
se manchaban con la mentira. No podía pedir lo que ya se le había dado. No
podía, en fin, regresar a su parroquia sin llevar el ofrecido socorro a los
pobres.
La situación era difícil, dudoso el remedio
y fatal el resultado. El padre Benedicto, cogido en la ratonera, empezó a
entristecerse y en vano quería su familia averiguar la causa de tan repentino
disgusto.
Pero las acciones grandes, ya sean buenas o
malas, no pueden permanecer ocultas mucho tiempo. Se supo en breve que había
llegado a Roma un ángel en figura de sacerdote, un benefactor incógnito, que
sin darse a conocer más que por sus obras, sin propalar sus actos caritativos y
sin ofender en lo más mínimo la natural vergüenza de los menesterosos, acababa
de socorrer a varias familias que yacían en la desesperación. Una de estas
familias, compuesta de seis desgraciados, había recibido del filántropo
misterioso todo cuanto necesitaba para pasar de la miseria a la abundancia y a
la felicidad, y no sabiendo como pagar tan grande beneficio, daba a todo el
mundo las señas exactas del magnífico bienhechor, señas que llegaron a ser del
dominio público, y a servir de pasto a los gacetilleros y que convenían
perfectamente con las señas personales del Padre Benedicto.
Cuando llegó la noticia a oídos de la
familia del atribulado sacerdote, comprendieron todos los individuos de aquella
que el hecho se refería al Padre Benedicto, y deseando que declarara la verdad,
le refirieron punto por punto el caso, sin olvidar las señas del misterioso
personaje.
El Padre Benedicto, aunque inmutándose como
el reo que ve descubierto su delito, dijo únicamente estas palabras: - !La
limosna que se da al desgraciado, Dios la manda, y él solo sabe por quién la
envía; no pretendáis indagar más porque será en vano!...
Juzgando inútil insistencia, trató la
familia de averiguar se existía en poder del cura la cantidad destinada a los
pobres del pueblo, y después de escrupuloso registro, quedó comprobado que el
Padre Benedicto no conservaba ni un centavo.
Entonces, anticipándose a sus deseos, y
compadecidos de su angustia, sus mismos parientes le dieron otra cantidad igual
a la gastada y le metieron en la diligencia que salía para su pueblo.
Solo así pudo llegar a manos de los pobres de aquella villa el
dinero que su buen amigo le había ofrecido hallar en Roma.
Tal es el célebre Padre Benedicto. Los que
le conocen pueden decir si este retrato es copia fiel de su original tan admirable. Los que le conocen quizás no le
vean tan sublime como en realidad lo es, porque las grandes figuras solo
aparecen en toda su plenitud cuando se miran desde lejos, a través del tiempo,
de la distancia y de la aureola de la Historia.
Después de trabajar sin descanso en Europa,
el Padre Benedicto se embarcó para América y hoy se encuentra en esta
República, en esta Provincia, en... callemos por ahora.
Más tarde seguiremos esa historia y el
presente artículo formará el primer Capítulo de la vida del sublime Padre
Benedicto... A.F.”[1].
Con este
ilustrado comentario sobre el misterioso Padre Benedicto Garavaso, cuyo paso
fugaz pero fructífero por San Benito dejó el rastro incontrastable de sus
obras, se pueden comprender las que parecían raras actitudes, como las
relacionadas a las tierras que poseía en el corto tiempo que estuvo en la zona
o las relacionadas al terreno de la iglesia ó los pagarés impagos que el autor
tiene en su poder como verdadera reliquia, o el subsidio de 8.889 pesos que
gestionara en 1889 al Ministro Torcuato Gilbert que lo visitó oficialmente o el
remate que le hizo el Banco Provincial de Entre Ríos. Fue Benedicto Garavaso el
personaje que realmente describe esta nota, que, sin exageración, lo pinta tal
cual.
La iglesia
de San Benito ha tenido en su rico historial de más de cien años muchos curas
que la prestigiaron más allá de su jurisdicción y que la hicieron constituir en
el eje de las actividades que iban más allá de lo estrictamente religioso. Sin
embargo, el cura Benedicto Garavaso fue un hombre que merece el homenaje
permanente y es por ello que lleva su nombre una calle de la localidad.
La
descripción de Garavaso permite comprender la razón por la que, en su corto
paso por la zona, tenía tantas propiedades. Sin dudas que llegó a estas tierras
con dinero provisto por su acaudalada familia, relacionada con la corona de
Italia, que invirtió en bienes raíces para preservarlo. El 2 de abril de 1888,
ante el escribano Ezequiel Balbarrey, le compró a don Juan Bautista Solaro las
cuatro manzanas circundantes alrededor de la Capilla inaugurada once días
antes, en dos mil pesos moneda nacional al contado. De esta escritura se rescata
que la manzana que estaba destinada a “Plaza” era la que se ubica entre las
calle Friuli, Ramírez, Irigoyen y Rivadavia. Garabaso compró la que estaba al
norte de la Capilla y las tres que arrancan desde el predio del club hasta la
calle Irigoyen[2].
El 2 de
enero de 1890 el cura Benedicto (Benito) Garabaso le vendió a don Diego Ruiz González dos lotes que tenía
en el Barrio San Martín, entre las calles Ramírez, Urquiza, Rivadavia y
Libertad que le había comprado a don Eugenio Zachini el 11 de marzo de 1889;
estos lotes medían 26 mt. de frente por 112, 58 mt. de fondo y los vendió en
3.500 pesos moneda nacional en efectivo[3].
Por
escritura de fecha 24 de setiembre de 1890, ante el escribano Ezequiel
Balbarrey, “en virtud de que el Presbítero don Benedicto Garabaso había construido
de su peculio propio la Casa Parroquial (y escuela) y cedido el edificio al
Obispado, éste le transfirió al nombrado Presbítero fracciones del terreno
donado por Solaro” y que se componía en total de 6.061,82 metros cuadrados,
incluyendo los terrenos de las actuales escuelas, la Plazoleta Islas Malvinas,
el baldío de calle Rivadavia y 9 de Julio y la esquina de Rivadavia y Friuli[4].
También Benedicto Garavaso tenía un campo en Auli (María Luisa) compuesto de
alrededor de una concesión de veinte manzanas.
Confirmando
la descripción de “El Látigo” el cura Garavaso tuvo problemas con el Banco
Provincial y mandado a juicio por hipoteca, el 3 de julio de 1896, en “El Entre
Ríos” de Paraná se comenzó a publicar oficialmente este edicto oficial: “CÉDULA. Señor Benedicto Garabaso. Hago saber
a Ud. que en el juicio ejecutivo por cobro hipotecario de pesos que le sigue
ante este Juzgado de Primera Instancia en lo Civil y Comercial a cargo del Dr.
José Marcó el Banco Provincial de Entre Ríos de esta ciudad, S.S. el Sr. Juez
ha dictado la resolución cuya parte
dispositiva es como sigue: Paraná, Junio 15 de 1896 - Y vistos: este juicio
ejecutivo seguido por don Mariano G. Montaño en representación del Banco
Provincial de Entre Ríos contra don Benedicto Garabaso y resultando - Por estos
fundamentos definitivamente juzgando fallo:
mandando se lleve la ejecución
adelante, hasta hacer el ejecutante íntegro pago de la cantidad de dos mil
setecientos ocho pesos moneda nacional y sus intereses legales que serán
oportunamente liquidados con especial consideración en costas al ejecutado.
Hágase saber; regístrese y repónganse los sellos. - JOSÉ MARCÓ - ante mí -
Lázaro Sein -Ste. Lo que se hace saber a Ud. en esta forma por ignorar su
paradero. Paraná, Julio 2 de 1896. Lázaro Sein. Sto”[5].
El Banco
Provincial le hizo el juicio ejecutivo y el Juez Marcó le otorgó al mismo, el
17 de diciembre de 1897, los títulos de tres terrenos que el cura Garavaso
tenía en San Benito, al norte de calle 25 de Mayo, entre Ramírez y Libertad,
los que fueron asentados en el Libro de Protocolo del escribano Manuel A.
Calderón por el escribano Ramón J. Coronel[6].
[1] Sábado 3 de junio de 1893. “El
Látigo”, periódico de Paraná. Hemeroteca del Archivo General de Entre Ríos.
[2] Folio 357. 2/4/1888.Libro de
Protocolo del Esc. E. Balbarrey. Archivo de Tribunales de Paraná.
[3] Folio 63. 28/1/1890. Libro de
Protocolo del Esc. Manuel Calderón. Archivo de Tribunales de Paraná.
[4] 3/7/1929. Informe del Obispado al
Juez Manuel Tezanos Pintos. Archivo de Títulos del Arzobispado de Paraná.
[5] 3/7/1896. “El Entre Ríos” de Paraná.
Hemeroteca del Archivo General de Entre Ríos.
[6] 3/7/1929. Informe del Obispado al
Juez Manuel Tezanos Pintos. Archivo de Títulos del Arzobispado de Paraná.
un himno a sus compatriotas muertos, un canto de esperanza, en el cual nos invita “trazar un programa de vida a la luz de Montecassino y de San Benito, del mensaje de San https://noticiasdelalin.es/que-fue-la-conquista-de-tenochtitlan/
ResponderEliminar